(Ilustración de Claudio Acciari)
Tengo un problema. Se trata de que, desde que dejé la
Universidad, sólo he prestado atención a la mitad del género humano.
Concretamente, a la mitad compuesta por mujeres.
Ese afán reduccionista que me posee tuvo su origen, allá en la noche de mis tiempos
de adolescente, en un deseo físico hacia las chicas, deseo material al que se
fue agregando uno metafísico, cercano a la veneración por la esencia de lo
femenino. Un impulso por asir lo inasible: el alma de “La Mujer Ideal, Universal
y Desconocida”.
Con el rodar de los años, visto lo visto y padecido lo padecido, mi
incondicional idilio con la mujer está volviendo a su origen material, esto es,
relativo o perteneciente al reino de los cinco sentidos. Las féminas me gustan
a morir pero, simplificando, diré que “hombre blanco no entender ni pizca de
cuanto ellas hacen o dicen”.
De la otra mitad de la humanidad, la masculina, no me interesa ni lo físico ni
lo químico. Se trata de seres primitivos, torpes y acomplejados. Gente con mala
conciencia histórica de pertenencia a la clase masculina.
Quiere decirse que vuelvo a estar joven, a ser joven de ánimo. Estoy solo,
solamente hablo con mujeres y algunas de ellas me besan y abrazan. Hacemos el
amor y cenamos juntos con un buen vino. Cuando tratamos de hablar, casi nunca
resulta placentero. Opinamos lo contrario en cualquier materia que abordemos,
igual se trate de costumbres y moral, de literatura, de política o de la vida
eterna.
Supongo que nuestras diferencias, a menudo radicales, provienen no sólo de la
diferente conformación de nuestros cerebros, el masculino y el femenino, sino
también de la históricamente novedosa circunstancia de que ellas están, hoy y a
todas horas, muy atareadas, agobiadas, estresadas y sobrepasadas por los
acontecimientos cotidianos. Tengan o no dinero, estén o no enamoradas, sean
altas o normales, teñidas o todavía no, todas tienen prisa, problemas y varios
cadáveres de hombres en sus armarios roperos. Pero todas ellas, casi todas,
buscan otro más, otra relación más, otro hombre nuevo, para cambiarle eso sí.
Hace no tanto tiempo una bella mujer, bien dotada para acumular trastos bellos
e improbablemente útiles, me dijo con convicción: “hay cosas que me gustan
mucho de ti. Otras no, nada”. Contesté: “siempre es así. Contigo me ocurre
igual. Otras veces es peor: me gusta todo de una mujer, pero ella no”.
Lo dicho. He vuelto a ser joven, solitario y escritor.
Quedo citado con ellas. Llegan tarde, hacemos el amor y cenamos. Luego, cada
uno dormirá en su casa. Un difuso temor a la enfermedad y al dolor en soledad
no disuelve mi natural inclinación a recogerme a solas para dormir a solas.
Almorzar a solas me gusta. Cenar en solitario, no.
Desde que dejé de ser universitario, no he charlado con hombres de nada
importante. Ahora, ni de lo importante ni de lo accesorio.
Las mujeres me procuran sexo cuando y como quieren. Carecen de sentido del
humor y no aceptan que el amor es bioquímica, hormonas y conexiones neuronales
que se activan a golpe de impulsos eléctricos. Y que tiene fecha de caducidad.