jueves, 8 de marzo de 2012

Patio de los naranjos




En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el pueblo de Maracena.

Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se derrama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.

La leña era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de zaragatona.

6 comentarios:

  1. Hola Manuel María, tu entrada ha hecho que se reaviven algunos recuerdos de mi infancia. Yo también me merendado "pocillos" como los de Antoñito.

    Un saludo cordial,

    María Eva.

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  2. Qué bonitos recuerdos de la niñez, imagino que ahora nada será como lo estás describiendo aquí, eso me entristece, cuando miro mi entorno y recuerdo lo que era, lo que sentía, y lo que ahora es, cómo cambó todo, y no siempre para mejor.

    Un saludo Manuel,

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  3. Infancia, divino tesoro. En casa de mi bisabuelo, de las vigas del desván colgaban fragantes estalactitas de todos los colores: pimientos, higos, uvas... Besos.

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  4. Cómo me he reído, precioso!! Has hecho un retrato fetén de la tierra. Mi niñez desplegada en tu bonito cuento. Ay! Yo creo que eres granadino de pura cepa.

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  5. El sabor de las "papochas" así llamábamos al pan con aceite y azucar, bien taponadito, para que ningúna sustancia se perdiera.

    Gracias por la sinestesia.

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  6. Precioso escrito, linda imagen.
    Bienvenido a mi mundo.

    Nos estaremos visitando.
    Mis saludos.

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