sábado, 7 de junio de 2014

UN PACKARD NEGRO




En aquellos años pasé muchas tardes de domingo en la Casa de Campo.

Me oreaba y desentristecía bajo la luz de la capa de cielo velazqueño frente a la silueta de la sierra madrileña.La Casa de Campo continuaba cerrada al público porque se decía que quedaban sin explosionar bombas de mano y obuses y granadas y otros cohetes de la guerra incivil. Era emocionante aunque nunca encontramos espoletas ni detonantes. Las trincheras de un frente de guerra son perfectas para jugar a la paz. Y a juegos de amor.

Usufructuábamos la preciosa finca pública juntamente con los hijos de un ministro de Franco, amigos y compañeros del colegio de El Pilar. Venía a buscarnos un inmenso Packard negro del Parque Móvil Ministerial. Nosotros éramos dos chicos y una chica, al igual que nuestros amigos. Mi tata se llamaba Sagrario y era de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. La de ellos se llamaba Sabina y no me acuerdo de dónde era, pero sí de su acento asturiano.



A guisa de correspondencia, nosotros llevábamos merienda para todos, chófer oficial incluido. Bocadillos de queso de bola y carne de membrillo, o bollos suizos con jamón de york, más un plátano y una onza de chocolate Matías López por barba.



Una tarde el ministro en persona me encaramó a su caballo a horcajadas y me preguntó si estaba cómodo. Yo tenía siete u ocho años y era muy leído. Quise enfatizar y contesté que “incomodísimo”. Se acabó el paseo a caballo, aquella tarde y todas las del resto de mi vida. Si me hubiera limitado a contestar “muy cómodo”, igual termino de socio de un club hípico para pijos, en vez de afiliado al Atlético de Madrid, equipo que por entonces ganaba campeonatos de liga y todo.Todavía conservo aquel carnet del Atleti, de piel granate y letras de purpurina de Casio, y también los recuerdos del enorme Packard negro, del olor a jara, a resina y a romero de los campos de sílice del Noroeste de Madrid y de mi yaya Sagrario, que en gloria esté, igual que su novio, miliciano que nunca volvió del exilio francés. Ella jamás tuvo ojos para otros hombres, pues siempre guardó ausencia de su Emiliano.

Del colegio rememoro ahora el solar, el patio norte, el central y el pabellón de ingreso. Y a D. Ramón, maestro de cocina y canaricultor de pro. Casi todo quedó atrás, o no existe. Como los alcornocales, algarrobales y almecinos de mi viejo parque del Buen Retiro. Por no hablar de mis primeros amores de aquí, del barrio. O del mar.