En el
centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no
potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos
enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre,
blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar
pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en
Navidad.
La operación del bombeo del agua era un
espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de
hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción.
Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil
que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel
freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del
agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el
pueblo de Maracena.
Al cabo
de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a
soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a
parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar
labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía
más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales
granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al
guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se derrama el aguaaa...”.
Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de
sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en
Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con
lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito
era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala
intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita,
sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.
La leña
era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas
del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media
hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de
azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que
el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices,
según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño
estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de
zaragatona.