(capítulo segundo)
El pozo, el rebosadero, la entrada de las aguas de escorrentía y la boca de la acequia para las de riego eran los cuatro accesos al aljibe. Hice planos, calculé alturas, sopesé riesgos y cavilosamente elegí la compuerta de la acequia. Bien sabe Dios que también busqué la entrada de las aguas pluviales, pero no di con ella. Al aliviadero mi cuerpo de muchacho no llegaba, incluso subiéndome a la escalera de palos que usaba para coger higos maduros de las empinadas copas de las higueras más altas. Altas eran de tanto mirar al Mulhacén.
La del alba sería cuando descalzo y en meyba repté por la acequia y me tiré a lo oscuro. Me profundí en lo hondo. Chichones apenas si me hice, que lo peor fueron las machacaduras, raspaduras y excoriaciones en rodillas y codos. Había calculado mal y el gran recinto aljibarero , de paredes revestidas de ladrillos ensamblados con argamasa y revocados con arena de miga y tierra, tenía poca agua y mucha hondura.