miércoles, 21 de marzo de 2012

Escritor que sueña con mujer soñada


( Marie Christine Barrault-Trintignant-Eric Rohmer- Ma-nuit-chez-Maud)

Acabo de soñar una mujer de ensueño.

Era muy alargada hacia arriba y muy buena y blanca por dentro; ello por no contar lo hermosa y radiante que parecía por fuera. Una verdadera perla de Oriente. Su piel era fragante y alegre como el jazmín andaluz.

Estaba yo soñando con esa mujer de ensueño, cuando me quedé sin tiempo para diseñar sus piernas y sus pechos, mas… ¡cuán albos y firmes iban a ser!

Mientras duraba mi soñarrera con la mujer de ensueño, ella sonreía para mí y callaba para mí. Con sus mañas, ella apartaba a los otros, me traía libros con poesías y dibujos, me guardaba el sueño y, sosegadamente, me hacía estar tranquilo y contento.

Mujer ensoñada: ¡nunca te pondré en el olvido!

jueves, 8 de marzo de 2012

Patio de los naranjos




En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el pueblo de Maracena.

Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se derrama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.

La leña era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de zaragatona.