martes, 28 de diciembre de 2010

Triste mujer de gris y blanco


( foto F. Drtikol 1921 )

Jugando con las rosas,
una mujer de gris y blanco.
¿Viudez? ¿O tal vez romanticismo?
¿Neurastenia? ¿Agonía? ¿Desengaño?...
La vida...está de luto bajo el cielo blanco.

( JRJ, por mí desordenado )

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Nochebuena


En la foto,de izquierda a derecha, de pie:
Serrano de Pablo/ Alcaraz/ Rodriguez/ Alonso/ Resines/ Domínguez/ Torres Rojas
agachados:
Viada/ Galindo/ Rumeu/ Enciso/ Ruiz/ De Diego

La mañana de aquella noche jugué un partido de fútbol en el patio del colegio, que no es particular, porque cuando llueve se moja, como los demás.

La cena de Nochebuena es entrañable. Los viejos lloran por sus muertos y se atracan de gallina en pepitoria y de besugo, de turrones y figuritas de mazapán y de alfajores, alfandoques, roscos de anís, mantecados, polvorones, batatines, yemas y demás dulzainas, de esas que no amargan a ningún tonto. Comoquiera que mis mayores, tanto por parte de padre como de madre, son de Granada, de allá llegaban los dulces y unas inmensas alcuzas de aceite, así como pavos vivos en seras de esparto cosidas con harpillera, de manera que los animales respiraban cabeza afuera. También reforzaban nuestra despensa, de cara a los rigores del invierno, unas grandes orzas de barro llenas de lomos de cerdo adobados con pimentón colorao y clavo y bien enterrados en manteca del propio animal.

El empacho del ágape de Nochebuena y su correspondiente cagalera no eran de cuidado, pues se curaban a base de chocolate de algarroba y de agua con limón y bicarbonato. Además... ¡qué más daba si quedaban días y días hasta que, pasado Reyes, había que reingresar en el calabozo escolar!

Me viene ahora a los puntos de la pluma que la vida es tal que así: naces, vas al colegio, te licencias de la mili cual hombre de provecho, te arregostas a trabajar cuarenta años en una jodida oficina y ¡venga alegría!, al jubileo de visitar médicos para ver en cuántas estrellitas se pasan de la raya tus niveles de ácido úrico, colesterol o triglicéridos. A propósito, a ver si los galenos paran ya de bajar el límite para aprobar el examen del colesterol. Hace años pasabas la prueba con 260, luego exigieron 240, ahora van por 220 y... malicio que para el próximo análisis o te presentas con menos de 200 o te catean y te castigan a tomar una estatina cualesquiera.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Granada: Casería de Los Cipreses


A mi madre

En la vega de Granada las fincas de regadío son conocidas como “caserías”. Mis abuelos maternos construyeron en la de su propiedad una casa cortijo al estilo andaluz. El predio se llamó con lógica y armonía “Los Cipreses”, pues a esa especie pertenecían los preciosos ejemplares que escoltaban el largo carril de entrada.

La casa se inauguró el 12 de septiembre de 1927 para acoger los festejos de la boda de mis padres, ya que a tal fin fue expresamente levantada. Mi madre me recordaba que ese día se conmemoraba el “dulce nombre de María”. Y yo rememoro ahora a mi madre, la persona más dulce que ha existido. Era toda generosidad, bondad y ternura. Vivió para los demás, nunca para sí. Pocos días antes de morir entré en su habitación. Muy débil ya, me dijo: “déjame mirarte a los ojos. Quiero saber cómo estás”. De su sufrimiento, ni una palabra.

La casería, de regadío y con algunos marjales de secano para cereal, era labrada por el capataz de la finca, llamado Frasquito, con la ayuda de tantos jornaleros cuantos lo requirieran la estación y los cultivos. Su mujer, Ángeles, tenía un diente de oro y se ocupaba de tareas domésticas, que incluían amasar el salvado para las gallinas, recoger sus huevos y evitar que una perra mil razas llamada Cuqui me mordiera más de la cuenta. Aún hoy día, cuando desayuno cereales con salvado, me acuerdo de Los Cipreses.

A principios de los años cincuenta, el trigo, la avena y la cebada se segaban a mano. La trilla se hacía con mulas, en eras preparadas a tal fin apisonando un rodal de tierra. La parva quedaba tendida en la era después de trillada y se aventaba con horcas para separar el grano de la paja. Luego se cernía aquél en cedazos. Algunas veces dormí en la era con los segadores. Tan exótica experiencia ha dejado en mí dos nítidas vivencias. La primera es que las picaduras de mosquitos de era son una buena pejiguera. La segunda, que las briznas de paja esparcidas al viento pican más que los mosquitos. Pero yo era feliz.

El ciclo del cultivo del cereal se cerraba en septiembre con la quema de los rastrojos. Tarea apasionante. Se elegía una tarde desventada y con rastrillos extendíamos el fuego estratégicamente por los cuatro costados de un haza. El olor a paja quemada me duraba días en el pelo. Por lo visto se siguen quemando rastrojos en zonas cerealeras de España y continúa también la polémica sobre si tal práctica es beneficiosa o perniciosa para la capa fértil del suelo. Útil no lo sé, divertido mucho.

jueves, 9 de diciembre de 2010

GRANADA 1964



Los niños del pueblo llevaban el pelo al rape, y tenían marcas de cicatrices y heridas de peleas a cantazos. El acento maracenero es tan duro que era casi imposible entenderlos. Una tarde mi hermana Eulalia y yo aparecimos en bicicleta en Maracena, pero no por las veredas que atravesaban la vía del tren y llevaban a El Cerrillo, sino por la carretera de Jaén. Doblando la Curva, con mayúscula, a la izquierda se cogía un camino sin asfaltar que bordeaba una nave de adobe con un gran letrero pintado sobre la cal que rezaba “Fábrica de colas fuertes, gelatinas y pegamentos”. Por cierto que ese remedo de fábrica olía a muerto. Más exactamente, a burro muerto, porque con los huesos de los animales se hacían tales productos. O eso me contaron.

Aquella tarde llegamos a la plaza del pueblo, cerca del café Zurita, y me avergonzaron los zagales. Uno gritó: “chacho, dile a tu prima que está más güena que un marrano”. Hoy comprendo que era un piropo, pero yo me sentí mal. En descargo de los críos de Maracena diré que mi hermana iba en pantalón rojo, lo que no se estilaba en la vega de Granada en los años cincuenta. Quiero decir que no se estilaba que las mujeres, cualquiera que fuera su edad, montasen en bicicleta ni mucho menos que usaran pantalones. También es cierto que Granada es conocida en el universo mundo por La Alhambra y por la mala “follá” de sus gentes. La “tierra del chavico”, decía mi padre. Hubo un tiempo en que, cuando estudié Derecho en la Complutense de Madrid, en ella predominaban los catedráticos granadinos. Supongo que la combinación entre tierra pobre, de mucha altitud media sobre el nivel del mar, poca industria y Universidad con solera histórica, dio lugar a brillantes generaciones de granadinos que coparon mi vieja Facultad de Derecho.





En septiembre, Frasquito el capataz y yo, con mis ocho o nueve años, nos íbamos a las ferias de los pueblos. Llegábamos en tranvía, pues Granada tenía una de las redes de tranvías más larga y densa de Europa. A propósito, mi padre tuvo no sé qué cargo en los Tranvías de Granada, S.A. Conocí bien Atarfe, Peligros, Pinos Puente, Gabia la grande y la chica, Armilla, Albolote, Alfacar y su pan blanco, Santa Fe... Para nosotros dos la feria consistía en llegar a media tarde al pueblo que festejaba a su patrono y meternos en el bar en donde Frasquito hubiera quedado citado con sus amigos. A mí me dejaban beber unos culos de cerveza La Alhambra, con aceitunas de tapa. Los hombres hablaban de las cosechas y de sus precios, que interesaban a Frasquito porque era aparcero y no simple asalariado de Los Cipreses. Allí, entre calendarios de la Unión Española de Explosivos y botellas de anís Machaquito, aprendí yo que los labradores siempre se quejan de la poca o mucha cosecha, del agua o de la sequía y, dentro de un orden porque los tiempos no estaban para bromas, de los defectos del Servicio Nacional del Trigo o del Monopolio de Tabacos. Estas últimas quejas porque en la vega de Granada se sembraba tabaco negro. El cereal quedaba para las hazas altas y de peor tierra, a donde no llegaba el riego.

Frasquito tendría entonces cincuenta años, más o menos, porque en el campo no era fácil calcular edades y queda dicho que yo menos de diez. Fuimos amigos y algo cómplices pues no estoy seguro de que en casa supieran exactamente qué consistía en ir de feria. Lo que más gustaba al capataz eran las noches en que mi padre, después de cenar, anunciaba que había serpentón. Es un juego de cartas, con baraja española, que permite jugar a quince o veinte jugadores, pues sólo se reparte una carta por barba. Yo iba a buscar a Frasquito, quien con gran respeto y dignidad se sentaba a jugar a la mesa de los señores. Mi padre sacaba la caja de tabaco, que era de libra traída de Gibraltar y ofrecía al capataz, quien liaba su cigarro con sabiduría y parsimonia. Comenzaba el juego, al que apostábamos dinero cada uno de su paga. A mi padre nunca le pareció reprobable apostar dinero. Antes al contrario, animaba el juego añadiendo propinas a la banca o monte. Algún as de oros, o “huevo frito”, nos proporcionó veinte duros de entonces. Si el afortunado era Frasquito, su tartamudez aumentaba de grado y no era raro que se equivocase llamándome “Choche Mari”, en vez de Manuel María.
Le recuerdo cuando los domingos se aseaba en el patio de su casa, los pies metidos en un barreño de zinc con agua, y su señora afeitándole la barba navaja al sol. Camisa blanca limpia, sin cuello, y sombrero de fieltro para ir a la iglesia. Era un hombre digno.



Un divertido plan que introducía variedad en aquellos largos y previsibles veranos surgía cuando los mayores decidían, una noche cualquiera de cielo estrellado, organizar una expedición para, una vez cenados, ir a tomar helado a los italianos de la Gran Vía. Este programa, además de entretenido, era saludable ya que se trataba de caminar desde la casería hasta la Gran Vía, paseo que algunas veces se prolongaba hasta la plaza de Bibarrambla. Ida y vuelta pueden ser siete u ocho kilómetros. De muy pequeño más de una vez hice el regreso a hombros de algún adulto.

En el campo de entonces se blasfemaba. Pero ello no convenía a los oídos de mi madre. Tampoco gustaba de saber que alguien cercano o conocido no cumplía con el precepto dominical. Un verano amenazó con toda su dulzura al recovero que traía a casa, en carro con burra, provisiones que no producía nuestra finca con borrarle de la lista de proveedores. Consternación. A partir de entonces aquel hombre, dentro de los linderos de Los Cipreses, no volvió a mentar nada sospechoso de rozar a Dios, la Virgen o los santos, y aportaba cada semana, lo prometo, un certificado del párroco de Maracena, que daba fe de su cumplimiento de la obligación dominical. ¡O témpora! ¡O mores!

viernes, 3 de diciembre de 2010

La mitad del Universo


( foto Masao Yamamoto )


Tengo un problema. Se trata de que, desde que dejé la Universidad, sólo he prestado atención a la mitad del género humano. Concretamente, a la mitad compuesta por mujeres.

Ese afán reduccionista tuvo su origen, allá en la noche de mis tiempos de adolescencia, en un deseo físico, al que se fue agregando uno metafísico, cercano a la veneración.

Con el rodar de los años, visto lo visto, mi incondicional idilio con la mujer está volviendo a su origen material, esto es, perteneciente al reino de los cinco sentidos. Las féminas me gustan a morir pero, simplificando, diré que “hombre blanco no entender ni papa de cuanto ellas hacer o decir”.

De la otra mitad de la humanidad, la masculina, no me interesa ni lo físico ni lo químico. Se trata de seres primitivos, torpes y acomplejados. Gente con mala conciencia de clase.

Quiere decirse que vuelvo a estar joven, a ser joven. Estoy solo, solamente hablo con mujeres y algunas de ellas me besan y abrazan. Hacemos el amor y cenamos juntos con un buen vino. Cuando tratamos de hablar, casi nunca me resulta grato. Opinamos lo contrario en cualquiera materia que abordemos, igual se trate de costumbres y moral, de literatura, de política o de la vida eterna.

Supongo que nuestras diferencias, a menudo radicales, no sólo de la diferente conformación de nuestros cerebros, masculino y femenino, sino también de la históricamente novedosa circunstancia de que ellas están siempre muy atareadas, agobiadas, estresadas y sobrepasadas por los acontecimientos cotidianos. Tengan o no dinero, estén o no enamoradas, sean altas o normales, teñidas o todavía no, todas tienen prisa, problemas y varios cadáveres de hombres en sus armarios roperos. Pero todas ellas, casi todas, buscan otro más, otra relación más, otro hombre nuevo para cambiarle.

Hace no tanto tiempo una bella mujer, bien dotada para acumular trastos bellos e improbablemente útiles, me dijo con convicción: “hay cosas que me gustan mucho de ti. Otras no, nada”. Contesté: “siempre es así. Nada puedo añadir”.

Lo dicho. He vuelto a ser joven, solitario y escritor.

Quedo citado con ellas. Llegan tarde, hacemos el amor y cenamos. Luego, cada uno dormirá en su casa. Un difuso temor a la enfermedad y al dolor en soledad no disuelve mi natural inclinación a recogerme a solas para dormir a solas. Almorzar a solas me gusta. Cenar en solitario, no.

Desde que dejé de ser universitario, no he charlado con hombres de nada importante. Ahora, ni de lo importante ni de lo accesorio.

Las mujeres me procuran sexo cuando y como quieren. Carecen de sentido del humor y no aceptan que el amor es bioquímica, hormonas y conexiones neuronales que se activan a golpe de impulsos eléctricos. Y que tiene fecha de caducidad.



 ( Monasterio jerónimo en Burgos foto El País )