jueves, 29 de abril de 2010

GRANADA, MI ALJIBE


( Capítulo primero)

Rapaz aún, un septiembre incandescente me bajé a vivir a los dentros del gran aljibe.
 Días antes había escuchado un pregón mercantil, aguas arriba del paseo de Los Tristes, cerquita ya de la alameda que esconde la fuente del Avellano:

¡Galápagos para el aljibeeeee!, gritaba el gitanillo.

Los quelonios en venta se amodorraban en capas estratificadas dentro de un cuévano de mimbre. El pequeño vendedor había ingeniado una especie de vol-au-vent o milhojas. Una capa de galapaguitos y otra de juncos. Otra de tortuguillas de agua y una más de llantén. Tritones y alfábegas. Así hasta el fondo de la cesta. El pregonero humedecía el hojaldre sumergiendo de cuando en cuando el canasto en la fuente del Avellano.

Me gustó mucho asistir a un rito bautismal diferente, practicado por mormones, adventistas del séptimo día, pentecostales y otras hierbas cristianas. Esto lo supe más tarde.

Era fama que el agua de aquella fuente sanaba, de pura y fresca, cuarto y mitad de los males de cuerpo y espíritu. Especialmente recomendada para la melancolía y el mal de la conformidad. Esto otro servidor lo sabía desde siempre.¡Anda que no!

En vista de la inutilidad de mi familia para desentrañar el sentido del pregón, decreté que era menester descender al fondo del aljibe en visita de inspección galapaguil.