
En aquellos años pasé muchas tardes de domingo en la Casa de Campo.
Me oreaba y desentristecía bajo la luz de la capa de cielo velazqueño frente a la silueta de la sierra madrileña.La Casa de Campo continuaba cerrada al público porque se decía que quedaban sin explosionar bombas de mano y obuses y granadas y otros cohetes de la guerra incivil. Era emocionante aunque nunca encontramos espoletas ni detonantes. Las trincheras de un frente de guerra son perfectas para jugar a la paz. Y a juegos de amor.
Usufructuábamos la preciosa finca pública juntamente con los hijos de un ministro de Franco, amigos y compañeros del colegio de El Pilar. Venía a buscarnos un inmenso Packard negro del Parque Móvil Ministerial. Nosotros éramos dos chicos y una chica, al igual que nuestros amigos. Mi tata se llamaba Sagrario y era de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. La de ellos se llamaba Sabina y no me acuerdo de dónde era, pero sí de su acento asturiano.
A guisa de correspondencia, nosotros llevábamos merienda para todos, chófer oficial incluido. Bocadillos de queso de bola y carne de membrillo, o bollos suizos con jamón de york, más un plátano y una onza de chocolate Matías López por barba.
Del colegio rememoro ahora el solar, el patio norte, el central y el pabellón de ingreso. Y a D. Ramón, maestro de cocina y canaricultor de pro. Casi todo quedó atrás, o no existe. Como los alcornocales, algarrobales y almecinos de mi viejo parque del Buen Retiro. Por no hablar de mis primeros amores de aquí, del barrio. O del mar.